Iba tan feliz con mi flamante maleta de cabina por la pasarela de embarque sintiéndome muy “aquí voy yo”, con esa pose que ponemos los que no viajamos tanto como nos gustaría de: “esto es un no parar ¿el aeropuerto? mi segunda casa».
Y en esas, una azafata sonriente me paró en seco, (dejó de sonar la música del videoclip de mi momentazo) y sin mediar palabra cogió mi maleta y la lanzó por un tobogán empinadísimo.
Yo me quedé hipnotizada siguiendo su veloz trayectoria por aquel tobogán sin fin esperando con el alma en vilo el momento en que chocaría con las demás.
Imaginaba que no soportaría el impacto, se abriría en canal y dejaría a la intemperie todas sus vísceras, que eran las mías.
Pero aguantó dignamente el leñazo.
Separada a la fuerza de “mis cosas”, las imaginaba cobrando vida en la bodega… vinito va, vinito viene, veía claramente a mi falda negra de florecillas desflecándose a ritmo de salsa junto a un provocativo vaquero (Disney ha hecho estragos en nuestros cerebros).
Decidí no pensar en cosas absurdas, si echo cuentas de los pensamientos que ocupan mi mente, ganan por goleada los absurdos que no van a ninguna parte.
Esta vez estaba totalmente decidida a focalizar mi mente.
Ya había dado todos los rodeos que se me habían ocurrido para escurrir el bulto, incluido el redecorar mi casa como una posesa, tirar lo que no uso, arreglar lo roto, muros fuera, plantas dentro… pelo nuevo, ropa interior nueva, gym nuevo y una pasta considerable fuera de mi cuenta corriente para darle gusto a mis compulsiones.
Ya no había más excusas. Podía seguir eternamente buscando cosas externas que mejorar y ordenar para obviar lo que tenía que mejorar y ordenar por dentro.
Me acoplé en mi asiento “low cost”, decidida a sentir esa euforia que me invade cuando viajo.
Focalización por aquí, focalización por allá, me entró la angustia.
Demasiados objetivos, demasiados sub-objetivos, demasiados pasos a seguir, demasiados sub-pasos… pufff!! Me pierdo, me agoto. Paso.
Tras un vuelo breve, mi maleta y yo nos reencontramos.
Caí en que pesaba una barbaridad!!!!
¿Qué diantres había metido yo para cuatro días?
(Pdt. En mi vocabulario normal no uso “diantres”, podéis sustituirlo por la palabra común de los genitales masculinos o femeninos, el que más os guste y refleja mejor lo que pensé, pero me da cosa).
El segundo día en mi paseo por la playa me dio por algo muy inusual en las mujeres cuando paseamos por la playa: coger piedrecitas.
Cuando llevaba ya muchas, decidí soltar algunas, pero me costaba elegir de cuales desprenderme.
Soltar la primera piedra me costó. Casi que la deposité suavemente dejándola caer y pidiéndola perdón.
La segunda ya la lancé con más brío.
Poco a poco empecé a soltarlas cada vez con más fuerza y lo más lejos posible.
Con cada una de esas piedras hice un duelo, algo de mi se me iba con ellas.
Solté todas las personas que de una u otra forma mantenía en mi vida por inercia pero que tristemente pesaban.
Solté creencias sobre mí y sobre el mundo que estaban pegadas a mi piel, formando parte de mis vísceras.
Es difícil despegarse de creencias que solo limitan pero que forman la estructura sobre la que hemos ido creando nuestra identidad.
Nuestra identidad es una creación.
No hay aprendizaje ni evolución sin soltar. Sin vaciar.
Puedes añadir y acumular más de lo mismo, tendrás muchos más argumentos para que tus creencias de siempre sean más sólidas y te sientas más seguro.
Pero el verdadero aprendizaje, el que te mueve de un sitio a otro distinto exige que tú seas otro.
Y para mí al menos, estar siempre en el mismo sitio … es una vida sin vida.
Ya estoy de vuelta:
Os enseño mi maleta, podía haber llegado volando sola de lo ligera que venía.
Al abrirla solo he encontrado muy acaramelados a mi falda y a un vaquero.
Al final la muy cuca sí que había montado su fiesta en la bodega.
💙💙💙